El otro día, acompañando a unos familiares, penetré en el inquietante mundo del Nespresso. Nada más poner el pie en el local tuve la piadosa sensación de encontrarme en un templo donde todo estaba litúrgicamente orientado a la adoración de alguna divinidad. Ya antes de entrar me había llamado la atención el símbolo, que bien podía haberse confundido con el de alguna secta de iluminados, exhibido en el escaparate: una estrella de múltiples puntas que en su centro alberga una reluciente cápsula dorada.
En el interior, expuestas como iconos venerables en una suerte de hornacinas, todo el santoral de cafeteras con sus distintos atributos y poderes.
Los clientes como devotos en un besamanos hacen cola expectantes hasta que les llega su turno. Una joven, extremadamente sonriente y servicial, como si fuese una sierva de algún culto de la antigüedad, los conduce hasta una mesa en forma de altar. Allí, tras confesión de debilidades y deseos, se les entregan las veneradas cápsulas en llamativos envoltorios de muy cuidada estética envidia de cualesquiera hermanas reposteras.
Solo entonces los afortunados adeptos pueden acceder a la sala de Degustación, una especie de capilla aparte, donde, como fieles guardando turno para comulgar, esperan por sus dosis. Dándoles la espalda, siempre de frente a la cafetera de más altísima gama, un maestro en estas artes ceremonia el ritual por el que el cuerpo de las cápsulas se transforma en elixir milagroso que restaura el vigor, eleva los ánimos y llena de vida. Por lo menos, así lo proclaman sus seguidores.
La dicha prometida no tarda en llegar. Charlan, ahora, entre fraternales saludos, complacidos y felices, los fanáticos del café.
Pude marchar en paz, aunque reprimiendo el impulso de libar aquella aparente ambrosia, y eso, que nunca me ha gustado el café.