Viví mis primeros años en Buenos Aires. Sin embargo, los azarosos dictados del dinero y la política obligaron a mis padres a desandar el camino que, desde España, había recorrido mi madre hacía sólo unos años, y mi abuela algunas décadas antes.
Desde entonces soy un fiel bipátrida al que le duele la España real y la Argentina perdida.
De mi padre he heredado la admiración por la inteligencia y la fascinación por la trascendencia que se oculta tras, y da sentido, a lo dado.
De mi madre aprendí a no percibir sin repugnancia la injusticia y la desigualdad entre los hombres, y a hacer del amor el centro de mi vida.
La diosa fortuna me favoreció, a los 20 años, con el amor de mi vida. Con ello debió agotarse mi crédito pues nunca ha vuelto a visitarme.
En mi juventud algún hecho, que no puedo precisar con exactitud, hizo saltar el resorte, que esperaba su momento en mi interior, y me condujo por el camino de la Filosofía.
Camino que cada uno de los que lo transita recorre a su manera, y en el que no es tan importante la meta como las preguntas que empujan a caminar.
Por eso, el que me quiera conocer deberá atender, no tanto a los méritos constatados y a los hechos ciertos, sino a las dudas, a las preguntas, a los enigmas a que me entrego.
Alcanzada la cuarentena miro atrás sorprendido de como el tiempo, que se sucede regular en el presente, consciente en cada segundo, se desvanece en recuerdos discontinuos e inestables que hacen del pasado: nada.
Tan breves me parecen estos años, tan fugaz su paso, que no lo daría por cierto si las quejas de mis huesos no lo constataran.
martes, 21 de junio de 2011
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