lunes, 3 de enero de 2011

Velos, burkas y demás cadenas

Un amigo que me provee habitualmente de las novedades más interesantes que surcan internet me pasó un video en el que el político catalanista Durán i Lleida mantenía una discusión con una mujer musulmana, en torno a la cuestión del velo islámico, en el programa de TV "Tengo una pregunta para Usted"
En este caso, y sin que sirva de precedente, el político estuvo bastante acertado. Lo cierto es que esta controversia dura ya demasiado tiempo y el “laissez faire, laissez passer” de nuestros dirigentes no es la solución. Se requiere una respuesta global: nacional, o mejor, europea. De nada sirven las medidas puntuales tomadas por ayuntamientos particulares.
La clave de todo el asunto reside en como interpretemos el uso de este tipo de prendas. Si lo entendemos como una simple cuestión religiosa a la que las mujeres se acogen libremente, no podemos objetar nada. Ahora bien, si, en cambio, lo consideramos como un ataque a la dignidad de la mujer, como una manifestación cultural de sumisión de la mujer debemos rechazarlo firmemente.
La comprensión de este fenómeno no es sencilla. Su complejidad radica en la dificultad de establecer si las mujeres que usan estas prendas lo hacen libremente o no. ¿Cómo distinguir tradición de imposición? ¿El peso de una tradición muy arraigada nos deja decidir libremente? Muchas de las mujeres que utilizan esta prenda afirman portarla gustosas. Sin embargo, esto no prueba nada. En otra época, por el motivo que fuera, hubo esclavos que, en unas circunstancias determinadas, preferían esa condición a la libertad: ¿la expresión de esa voluntad justificaba la continuidad de la esclavitud?
Es cierto que en su argumentación el discurso oficial de los que defienden esta tradición justifica su uso sin entrar a definir las relaciones hombre-mujer. Pero la realidad que subyace es muy distinta.
Mi experiencia como profesor de Filosofía en institutos españoles en Marruecos me inclina a pensar que el Hiyab, niqab, burka, etc… son una imposición, más que otra cosa. En las charlas que, con los alumnos marroquíes de bachillerato, mantuve sobre este tema pude constatar que tras el uso de estas prendas se oculta la concepción de la mujer como propiedad del marido. La esposa se debe cubrir para evitar convertirse en objeto de las miradas de otros hombres. En general, mis alumnos consideraban una tendencia natural en el hombre la promiscuidad. Disposición que fundamenta la necesidad del velo para poner a salvo de esta lascivia masculina a las mujeres, pero sobre todo, el honor de los maridos. Ciertamente, mis alumnos no afirmaban abiertamente que estos fueran los motivos de la utilización de este tipo de prendas, pero era el sustrato ideológico que se desvelaba con sólo profundizar un poco. Más claro se manifestaba cuando las alumnas me reconocían que el velo solo se lleva de puertas para afuera, no en casa, salvo que haya visita masculina. Es decir, mientras el honor y el dominio del marido no estén en peligro el velo no es necesario.
Vanamente intente hacerles ver todo lo contrario. Les explique como en occidente la minifalda simbolizaba la liberación de la mujer. La mujer asumía y se adueñaba de su propio cuerpo pudiendo exhibirlo, o no, a su antojo. Emancipándose así, por fin, de la concepción arcaica y enfermiza que veía en el cuerpo de la mujer la fuente de todo mal. No lo entendieron. Me acusaron de defender la minifalda porque era hombre y me gustaba ver las piernas a las mujeres.
Rechazo el velo y sus hermanos mayores, pero no quiero que se me encasille, equivocadamente, junto a los que lo repudian por motivos religiosos, de raza o de procedencia.
No tengo nada contra el Islam, salvo lo que tengo contra cualquier religión. No desprecio, en general, las culturas en que se siguen estas tradiciones. De hecho, en algunas casas a las que me invitaron en Marruecos experimente lo que debía sentir un humilde cristiano medieval, inculto y pobre, en el refinado palacio de algún Califa.
Solo combato que se extiendan por mi país rasgos culturales como el velo, o cualquier otro, que atenten contra los derechos fundamentales reconocidos en nuestras leyes y emanados de nuestra tradición cultural.
Leyendo esto alguno de los que se autodenominan progresistas no dudarían en tildarme de reaccionario, racista, xenófobo, etc.
Ser progresista no debe consistir en decir y hacer lo contrario de lo que propugna en sus discursos más recalcitrantes la derecha, a saber, el rechazo del emigrante. Abrir las puertas está bien, pero con límites. No me refiero a límites numéricos. Creo que las personas son más importantes que las fronteras, por tanto, defiendo, como el artículo XIII de la Declaración de los Derechos Humanos, la libre circulación de las personas por donde se les antoje. Pero considero que no se puede permitir lo mismo con las ideas. Hay que impedir que se instalen en Europa concepciones contradictorias con los logros que occidente ha venido conquistando a lo largo de su historia en cuanto a derechos y libertades. No hay que dejar que germine en nuestro suelo ningún rasgo cultural sospechoso de amenazar nuestros principios irrenunciables.
La libertad es nuestro valor más elevado. El auténtico progresismo consiste en defenderla, por encima de todo, dondequiera que se vea desafiada. Consentir el menosprecio de la dignidad y libertades de las mujeres a través de estas prendas, o de cualquier otro uso cultural, es inaceptable. Flaco favor hacen a nuestra sociedad los que por un mal entendido progresismo, por un relativismo cultural acrítico admiten y patrocinan el acceso a nuestro universo cultural de estos rasgos. No nos dejemos confundir. La libertad de culto a la que se apela desde las mezquitas y otros foros islamistas no puede servir, precisamente, para cercenar las libertades individuales.
Ni un paso atrás en defensa de los derechos y libertades.



1 comentario:

Paulina dijo...

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